martes, 31 de enero de 2012

Botella

Hacía muchísimo frío en la mañana, pero no podía perder más tiempo. Salió, sin querer salir, Rodrigo. Llevaba una botella bajo el brazo, con un corcho que la tapaba y que impedía que el mensaje que protegía se saliera. Pensó algo así como "ojalá alguien algún día lo lea", porque, en realidad, no tenía ningún destinatario en mente; ni cuando lo escribió, ni cuando hizo del papel un rollito, ni cuando le puso el tapón a la botella, ni cuando salió a la calle esa fría mañana.
Se subió a su bicicleta, puso la botella bajo el tubo perpendicular que une las dos llantas, en donde en ocasiones guardaba una botella de agua (ahora guardaba un mensaje), y se echó a andar. Por ir pensando en cosas que reverberaban como el eco de una noche sin sueño y llena de imaginación, no vio que la luz del semáforo se puso en rojo. Por ir recordando el sonido de la madrugada, no escuchó el camión que, certero, se acercaba cada vez más por su izquierda. Por sentirse en las nubes —iba contento— no sintió el golpe.
La botella, como él, como la bicicleta, quedó hecha pedazos. El papel, todavía un rollito, quedo empapado en rojo. Y la mañana, fría, adquirió un calor incómodo.
"Yo también te estoy buscando", decía el papel que nadie leyó.

martes, 17 de enero de 2012

La pregunta

Puso la mano derecha, helada, sobre el primer libro con el que hicieron contacto sus ojos. La mano izquierda, todavía cubierta por el guante lleno de nieve, se escondió en un bolsillo.
—¿Puedo ayudarlo en algo?—. Un trabajador de la pequeña librería, aburrido, se había acercado sin que Rodrigo pudiera darse cuenta. Luego dijo:—Ese libro es muy bueno.
Rodirgo pensó en decir que sólo había entrado a la librería para resguardarse del frío, que había tomado el primer libro que había visto, pero no lo hizo. En vez de eso, en silencio, comunicó con la mirada el interés que el dependiente acababa de generarle. Tras una pausa, dijo:
—«Laberinto de agua». Podría ser sobre cualquier cosa. ¿De qué trata?
El dependiente sonrió con aire de satisfacción.
No sé, dijo. No lo he leído. No puedo, soy ciego. ¿No lo notaste?

lunes, 9 de enero de 2012

El circo

Al salir del circo un payaso se acerca a hablarme. Yo odio a los payasos. Payaso, le digo así nada más: payaso. Payaso, le digo, odio a los payasos.
Un par de horas antes, dentro de la carpa todavía, mi asiento es en la primera fila; porque el circo me encanta, más allá de los payasos. El espectáculo empieza con tres payasos. Qué horror. Y uno se acerca con una cubeta. Llegado el momento en que no hay duda de que viene hacia mí, me congelo. Sí, conozco el truco; todos conocen el truco: unos cuantos papeles volando y los niños riéndose como si nunca hubieran visto nada mejor. Conozco el truco, lo he visto muchas veces. Entonces el payaso se acerca todavía más y los reflectores le dan razón a la certidumbre de los segundos que ya pasaron: he sido elegido. Odio a los payasos, los odio, pienso. El truco que todos conocemos, pienso. Báñame ya en tu asqueroso confeti, asqueroso payaso, y sigamos con lo que realmente importa, con lo que realmente me tiene aquí sentado, pienso. Pero el payaso, maldito, me baña en agua helada. Es el inicio de un espectáculo que sólo viene a este pueblo una vez al año, he trabajado por años para poder sentarme en un asiento tan privilegiado, y el payaso que, supuestamente, tendría que haberme bañado en confeti para el deleite del público (jamás para el mío), me ha bañado en agua helada. ¿Ahora cómo se supone que disfrute lo demás?
Odio a los payasos, aunque reconozco su astucia; lo mismo que la de los trapecistas, los malabaristas, los domadores y los contorsionistas. Sin ninguna habilidad especial, mi único lugar en el circo lo encontré en una butaca.
Hoy estoy más enojado que cualquier otro día. Ya Francisco, me dice el payaso, tú quisiste ser palero.

viernes, 6 de enero de 2012

Miedo

Con una calma bien ensayada, el doctor dijo: "No tengas miedo. No va a pasar nada".
"Si es eso lo que me da miedo, doctor", respondió el paciente antes de entrar al quirófano, "que no pase nada".

miércoles, 4 de enero de 2012

El pozo

Para ser las doce, se podría decir que el calor no es abrumador —aunque lo sea—. Para ser las doce en un desierto árido, también se podría decir que la vista es hermosa, si bien es necesario desarrollar cierta admiración por lo regular para que la monotonía pueda reinventarse al impactar los sentidos.
Contrario a lo que pueda pensarse si no se ha reflexionado mucho al respecto, las nubes de ningún lugar del mundo son iguales a las de ningún otro; y estas nubes, como atropelladas por el viento, no dejan nada por decir, sin decir nada. El sol, enorme, quema, como quema la arena que ha calentado; claro que, para ser las doce, podría ser peor.
Y en medio de la vorágine que invade de golpe sin recorrer el puente que transforma las sensaciones en palabras, Arbur camina. La ruta hacia el oasis: se la ha imaginado tantas veces que quiere recorrerla. ¿Existirá? Agua —siente su pronta ausencia sin necesidad de nombrarla—.
Un pie, luego el otro. Sin correr. Sin apresurarse. Caminando cada vez más lento. Porque el calor de las doce comienza a convertirse en el de la una y, luego, en el de las dos. Lo mismo que el sol, que, al transformarse en el de las tres, deja su benevolencia horas atrás. Las nubes de las cuatro, auténticas, largas y lejanas, se hacen irrelevantes. La monotonía deja de ser hermosa en punto de las cuatro y media.
Es la arena de las cinco la que quema la cara de Arbur, cuya marcha se ha convertido en un desplome desesperanzador. ¿Y el oasis? Con el último trago de agua (el de las seis), Arbur se levanta y observa una posibilidad desconocida, ¿será real? Un pequeño pozo en medio de un infinito desierto se convierte en todo, en lo único. Bebe agua para después beber más agua. El sabor del agua de las siete es el mejor que haya probado. El desierto es ahora pequeño y el agua infinita; hasta que llega el momento de seguir.
Puede seguir caminando. Puede pisar la arena de las ocho; incluso, con suficiente voluntad, la de las nueve. Qué más da: ¿a dónde llegaría? En ocasiones, importa más un contacto de golpe, un solo instante, una esperanza transitoria en medio de la aridez de la monotonía, que la posibilidad de que el tiempo siga avanzando para construir una historia inverosímil.
A las doce del siguiente día (unas doce completamente ajenas a las doce que se alejan a veinticuatro horas de distancia) Arbur se levanta con las reservas completamente renovadas y sigue caminando en lo que, él cree, es una línea recta. Hacia dónde es tan irrelevante como por qué. Ahora, con un pozo a sus espaldas, camina.