miércoles, 4 de enero de 2012

El pozo

Para ser las doce, se podría decir que el calor no es abrumador —aunque lo sea—. Para ser las doce en un desierto árido, también se podría decir que la vista es hermosa, si bien es necesario desarrollar cierta admiración por lo regular para que la monotonía pueda reinventarse al impactar los sentidos.
Contrario a lo que pueda pensarse si no se ha reflexionado mucho al respecto, las nubes de ningún lugar del mundo son iguales a las de ningún otro; y estas nubes, como atropelladas por el viento, no dejan nada por decir, sin decir nada. El sol, enorme, quema, como quema la arena que ha calentado; claro que, para ser las doce, podría ser peor.
Y en medio de la vorágine que invade de golpe sin recorrer el puente que transforma las sensaciones en palabras, Arbur camina. La ruta hacia el oasis: se la ha imaginado tantas veces que quiere recorrerla. ¿Existirá? Agua —siente su pronta ausencia sin necesidad de nombrarla—.
Un pie, luego el otro. Sin correr. Sin apresurarse. Caminando cada vez más lento. Porque el calor de las doce comienza a convertirse en el de la una y, luego, en el de las dos. Lo mismo que el sol, que, al transformarse en el de las tres, deja su benevolencia horas atrás. Las nubes de las cuatro, auténticas, largas y lejanas, se hacen irrelevantes. La monotonía deja de ser hermosa en punto de las cuatro y media.
Es la arena de las cinco la que quema la cara de Arbur, cuya marcha se ha convertido en un desplome desesperanzador. ¿Y el oasis? Con el último trago de agua (el de las seis), Arbur se levanta y observa una posibilidad desconocida, ¿será real? Un pequeño pozo en medio de un infinito desierto se convierte en todo, en lo único. Bebe agua para después beber más agua. El sabor del agua de las siete es el mejor que haya probado. El desierto es ahora pequeño y el agua infinita; hasta que llega el momento de seguir.
Puede seguir caminando. Puede pisar la arena de las ocho; incluso, con suficiente voluntad, la de las nueve. Qué más da: ¿a dónde llegaría? En ocasiones, importa más un contacto de golpe, un solo instante, una esperanza transitoria en medio de la aridez de la monotonía, que la posibilidad de que el tiempo siga avanzando para construir una historia inverosímil.
A las doce del siguiente día (unas doce completamente ajenas a las doce que se alejan a veinticuatro horas de distancia) Arbur se levanta con las reservas completamente renovadas y sigue caminando en lo que, él cree, es una línea recta. Hacia dónde es tan irrelevante como por qué. Ahora, con un pozo a sus espaldas, camina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario