lunes, 9 de enero de 2012

El circo

Al salir del circo un payaso se acerca a hablarme. Yo odio a los payasos. Payaso, le digo así nada más: payaso. Payaso, le digo, odio a los payasos.
Un par de horas antes, dentro de la carpa todavía, mi asiento es en la primera fila; porque el circo me encanta, más allá de los payasos. El espectáculo empieza con tres payasos. Qué horror. Y uno se acerca con una cubeta. Llegado el momento en que no hay duda de que viene hacia mí, me congelo. Sí, conozco el truco; todos conocen el truco: unos cuantos papeles volando y los niños riéndose como si nunca hubieran visto nada mejor. Conozco el truco, lo he visto muchas veces. Entonces el payaso se acerca todavía más y los reflectores le dan razón a la certidumbre de los segundos que ya pasaron: he sido elegido. Odio a los payasos, los odio, pienso. El truco que todos conocemos, pienso. Báñame ya en tu asqueroso confeti, asqueroso payaso, y sigamos con lo que realmente importa, con lo que realmente me tiene aquí sentado, pienso. Pero el payaso, maldito, me baña en agua helada. Es el inicio de un espectáculo que sólo viene a este pueblo una vez al año, he trabajado por años para poder sentarme en un asiento tan privilegiado, y el payaso que, supuestamente, tendría que haberme bañado en confeti para el deleite del público (jamás para el mío), me ha bañado en agua helada. ¿Ahora cómo se supone que disfrute lo demás?
Odio a los payasos, aunque reconozco su astucia; lo mismo que la de los trapecistas, los malabaristas, los domadores y los contorsionistas. Sin ninguna habilidad especial, mi único lugar en el circo lo encontré en una butaca.
Hoy estoy más enojado que cualquier otro día. Ya Francisco, me dice el payaso, tú quisiste ser palero.

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