miércoles, 28 de octubre de 2015

Turbulencia

Conocí a María a través de internet. Como esa lluvia súbita que empapa todo en segundos, decidimos conocernos un breve y sustancioso intercambio de mensajes: "Quiero conocerte HOY", le escribí. "Ven", contestó, y me mandó su ubicación.
"Todas las vidas son turbulentas", me dijo abriendo otra cerveza.
"En especial las que se aferran a lo inmóvil", pensé. Pensé en mí como algo especial, y sentí una turbulencia fuera de control.
"Quiero una cerveza, aunque no debería", dije al fin, tras un silencio sostenido entre inhalaciones y exhalaciones de humo.
"Haz lo que quieras: no soy tu mamá. Apenas te conozco".
Antes de salir hacia su casa, le dije que no bebía. No desde hace más de un año. Esas son las turbulencias de mi quietud.
Fumé más.
Llevábamos conversando más de tres horas, y el antojo me hacía perder el hilo de la conversación. Lo que dijo, sin embargo, me quitó el piso de los pies; me echó a andar, más bien, como quien salta de un avión en movimiento. Todas las vidas son turbulentas. Hace falta ver hacia afuera más menudo para darse cuenta.
Quería una cerveza.
Tomé aire para decidir.
Podía contestarle cualquier cosa. Mi respuesta no era lo importante. Las reacciones siempre hablan mejor. No contesté. No me había preguntado nada y no contesté. Pensaba en cuánto quería tomar una cerveza, nada más.
Embriagado por las cervezas que ella se había tomado, comenté que me gustaría cambiar. Que estaba cambiando.
Quizás fuera cierto: todas las vidas son turbulentas. La vida con alcohol y drogas, la vida sin ellos. Cada quién decide a qué aire asirse.
Y ahí estaba, fumando cigarro tras cigarro mientras la veía beber cerveza y fumar mariguana.
Su vida me pareció una turbulencia asimilada. No se quejaba. Sólo dejaba que lo que la movía la moviera.
Fumó más mariguana.
Me reflejé en lo opuesto: asido firmemente a convicciones inconclusas, no quería que nada me moviera de mi realidad, un dolor fresco por asimilar; soltarme de lo inmóvil.
Y sin embargo, ahí estaba, a las tres de la mañana, viéndola hacer lo que más me gusta hacer sin permitirme hacerlo.
Finalmente me sirvió, en un tarro de cerveza, un café que me olió a mariguana. Tantos recuerdos.
Me despedí sobrio y le pregunté si podía manejar así: eran las seis de la mañana y tenía que llevar a sus hijos a la escuela.
"¿Cómo? ¿Cansada?", preguntó. "Sí, cansada", mentí.
Me dio gusto manejar sin "cansancio". Llegar a mi casa y no volver a saber nada de ella.
Cambiar de aires es cambiar de turbulencias. Quizás descansar de ellas.